Abril 19, 2024 - 2 min

Sangre, sudor y lágrimas

No perdamos la perspectiva desde donde venimos, porque quizás podemos cometer el error de pensar que llegar hasta acá ha sido fácil.

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Al momento de escribir estas líneas, cumplo 40 años. Ya no me gané la medalla John Bates Clark, no terminé un doctorado ni publiqué en una revista prestigiosa. Para qué precisar, además, que tampoco me he comprado un Porsche como parte de la crisis etaria por la que estoy pasando. A diferencia de lo que creía cuando niño sobre las personas de cuarenta años, no tengo nada resuelto y probablemente poseo más dudas y menos certezas que las que tenía a los veinte.

Sin embargo, quizás lo que sí he aprendido durante los últimos años es que sigo siendo un privilegiado. Pude estudiar en el primer foco de luz de la nación, fundado en 1813, otrora mejor colegio de Chile, el Instituto Nacional. Aprendí los valores republicanos, la obligación de ser útil a la sociedad y que el trabajo todo lo vence. Mi alma mater, la Universidad de Chile, me enseñó la importancia de lo público (ojo, no es lo mismo que lo estatal) y del bien común. Tuve que postular a financiamiento, ya que no me era posible pagar directamente el arancel. En ese momento no existía, pero ojalá hubiera tenido la posibilidad de estudiar con CAE. Mis opciones eran crédito solidario, para el cual necesitaba acreditar vivir bajo un puente, o crédito CORFO, a un coqueto 8% real anual. Solemos olvidar, quizás hasta ahora, lo importante que ha sido para el financiamiento de proyectos de largo plazo, como los educativos o inmobiliarios, la existencia de un mercado líquido de renta fija. 

Tuve que inventarme una tercera opción: no pagar e ir pateando la deuda a un 1% mensual de interés. Hay políticos que hoy encuentran abusivo el 2% anual del CAE, pero siendo dirigentes universitarios de la casa de Bello nunca se pusieron colorados por el 1% mensual. En fin. Lo haría de nuevo, mil veces, ya que estudiar ha permitido cambiar mi realidad y la de probablemente toda mi descendencia. En 1984, cuando nací, la mitad de la población vivía en la pobreza, con un 20% de ésta siendo extrema. La mayoría de ella, niños, con deficiente acceso a servicios, educación, salud y calorías. Cuando cocinamos pan con mis hijos, lo hacemos como una actividad para compartir. Cuando a mis 6 años hacíamos pan con mi mamá y otros niños de la población, era por resiliencia. Cuarenta años después, un 6,5% de los chilenos vive bajo la línea de la pobreza, siendo un 2% aquella definida como extrema. Cada persona que experimenta esto es un drama que nos debe indignar como país, pero no comprender el avance que significa reducir casi 45 puntos este indicador de la vergüenza me parece, por lo menos, injusto.

Me encantaría que más personas pudieran contar la historia que a mis 40 años puedo estar contando. Pero me parece que sólo enumerar las cosas que me faltan es una injusticia enorme a quienes me han permitido llegar hasta acá, a mi mamá, sobre todo. Pero también a quienes definieron las bases para un mejor país, con más oportunidades y acceso, más democrático, más moderno y justo. 

No pretendo dormir en los laureles, aún me falta mucho y tengo ambiciones de más. Pienso lo mismo para nuestro país. Pero no perdamos la perspectiva desde donde venimos, porque quizás podemos cometer el error de pensar que llegar hasta acá ha sido fácil. Y no. Porque como dijo Churchill, ha costado sangre, sudor y lágrimas.

Nathan Pincheira

Economista Jefe de Fynsa